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domingo, 22 de septiembre de 2013

PARA CULTURA GENERAL: Primeras Comunidades Cristianas

Primeras Comunidades Cristianas
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Primeras Comunidades Cristianas



Esquema Ilustrativo:




LAS PRIMERAS COMUNIDADES

Al principio, las primeras comunidades, no lograron alcanzar plenamente una vida ideal.

Su vida debía seguir siempre el ideal de la Iglesia.

En los Hechos de los Apóstoles, la vida de la primera comunidad se agrupa en tres apartados:



a) En el interior de la comunidad: la comunidad.

b) En su relación con Dios: la oración, los ritos y las celebraciones.

c) En su actividad hacia fuera: la misión.

a) En el interior de una comunidad: la comunión.

«Comunión» significa «común-unión», unión de todos. Esta comunión se consigue con la fe en Jesús, cuando todos se sienten hermanos. Vivían unidos como auténticos hermanos, compartiendo sus bienes con los que lo necesitaban, reunidos en torno a los apóstoles que eran el motor de la comunidad. De los apóstoles recibían las enseñanzas y las noticias sobre la vida de Jesús. Se alimentaban con su predicación y así iban creciendo en la fe y en la unión. La gente al verlos decía: «Mirad como se aman».

b) En su relación con Dios: la oración, los ritos y las celebraciones.

La oración era una actividad cotidiana y frecuente entre los primeros cristianos.

Las realizaban en el templo, en Jerusalén o en sus casas (las Iglesias todavía no existían). También oraban en ocasiones especiales, cuando tenían que tomar una decisión importante o algún hermano estaba en peligro, pero estas oraciones frecuentemente iban acompañadas con algún rito.

Entre los ritos y celebraciones, los primeros cristianos practicaron sobre todo la «fracción del pan», que es el nombre que se le da a la eucaristía y que se celebraba en las casa siguiendo el mandato de Jesús. También aparece el bautismo como rito de entrada en la comunidad y la imposición de las manos para la transmisión del Espíritu Santo o para algún encargo especial de la comunidad.

c) En su actividad hacia fuera: la misión.

Los cristianos de las primeras comunidades eran conscientes de que el evangelio era una buena noticia y había que predicarla. Y por eso no solo los apóstoles, (aunque especialmente ellos) se dedicaban a predicar y anunciar el evangelio, se dedicaban todos los que creían en Jesús. Al principio se dirigían a los judíos, pero después, iniciaron una misión hacia los demás pueblos cercanos.

LA NECESIDAD DE ORGANIZARSE



Al principio todas las responsabilidades y servicios dentro de la comunidad correspondían directamente a los apóstoles. Cuando las comunidades crecen y se multiplican, los apóstoles no pueden encargarse de todo y nombran a personas para que asuman de determinados servicios. Para nombrar a estos “encargados” se realizaba el rito de la imposición de las manos.

A estos servicios se le llamo «ministerios» palabra latina que significa: servicios.

Los dos principales servicios eran:




El ministerio de la Palabra, de la predicación de evangelio y de la vigilancia de que el evangelio predicado era el de Jesús.


El ministerio de presidir la comunidad y de servirla en sus necesidades espirituales y materiales.

En el ministerio de la Palabra el papel de los apóstoles es fundamental, ellos son los que predican el evangelio y los que nombran a otros para que lo hagan en su nombre.

Y también son los apóstoles quien tiene que pertenecer a las nuevas comunidades que van surgiendo.

Además de estos dos ministerios, también existen otros que van surgiendo según lo van pidiendo las circunstancias, (encargados de las colectas, enviados especiales, profetas, doctores, etc.)

En la Iglesia primitiva hubo numerosos ministerios que eran diferentes en cada comunidad. Al final del siglo I se van definiendo 3 ministerios más estructurados en las comunidades: el obispo, los presbíteros y los diáconos.

Todos estos servicios tienen un ideal en la conducta de Jesús con los discípulos: toda la autoridad de la Iglesia es un servicio a la comunidad.

LOS PRIMEROS CONFLICTOS

Al principio todos los cristianos procedían del judaísmo, eran judíos practicantes, y durante algún tiempo siguieron con prácticas judías como la circuncisión y las oraciones en el templo.

Pero cuando la predicación llega a ciudades como Antioquia de Siria, donde los judíos son una pequeña minoría, los que se convierten a la religión no son judíos sino paganos.

El problema era el siguiente: ¿Había que obligar a los convertidos del paganismo a que practiquen ritos judíos como la circuncisión? Algunos apóstoles como Santiago estaban de acuerdo en que lo practicaran, pero otros como Pablo y Bernabé que habían predicado por tierras paganas, no eran partidarios porque defendían la independencia del cristianismo con respecto al cristianismo.

Para solucionar el conflicto hay que acudir a los apóstoles, que son los encargados de que la predicación sea la auténtica de Jesús. Pedro toma la palabra en representación de los apóstoles y de los responsables de las comunidades: lo que salva es la fe en Jesús, no el cumplimiento de ninguna ley, pero los paganos también han recibido al Espíritu Santo. Santiago apoya la resolución y los apóstoles deciden enviar una carta a Antioquia para tranquilizar a los hermanasen la carta hacen una referencia al Espíritu Santo.

Tras la asamblea de Jerusalén la Iglesia consigue tres cosas importantes:


Los cristianos no son una secta del judaísmo.


Lo que realmente importa no es cumplir las normas y leyes, sino la fe en Jesús, el único que salva.


La salvación es para todos los pueblos de la tierra.

Esta asamblea no añadió nuevas normas, sino eliminó algunas.

PRIMERAS PERSECUCIONES





Las primeras dificultades de los judíos fueron con el poder religioso judío.

El Sumo Sacerdote judío no podía permitir que se pusiera en crisis su enseñanza al anunciar que Jesús era el Mesías, que había resucitado y que el Espíritu prometido por los profetas había sido enviado.

Los apóstoles y algunos ministros como Esteban, sufrieron las acusaciones del poder religioso judío ayudado de algunos radicales.

No siempre los cristianos eran perseguidos, estas persecuciones sucedían cuando los poderes religiosos judíos veían crecer la doctrina cristiana.

Las dificultades no frenaban a los apóstoles. El impulso y la fuerza de Espíritu no se limitaron a Pentecostés, sino que seguían con la misma fuerza que les empujaba a dar testimonio de que Jesús era el Mesías.

Las dispersiones que provocaron algunas de las persecuciones fueron beneficiosas para la predicación del evangelio, los cristianos emigraban a otros países donde predicaban el evangelio.

La palabra «mártir» significa «testigo»; por eso se llama mártir al que muere por dar testimonio de Jesús. Esteban fue el primer mártir de la Iglesia.



Cuadro de Esteban, el primer mártir.

Después hubo otras persecuciones, sobre todo en el imperio Romano. En el Imperio Romano, el cristianismo fue tomado como secta judía y antes de la muerte de Nerón (año 68) se le consideraba rival de la religión romana.

A comienzos del siglo IV, el cristianismo creció tanto en número que al imperio romano solo les quedaba dos soluciones: ponerle fin o aceptarlo.

Entonces Diocleciano optó por eliminarlo, pero fracasó y poco después Constantino I el Grande creo un imperio cristiano.

CARIDAD DE LAS PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS

Muchas veces, cuando en nuestras reuniones o celebraciones cristianas nos planteamos como tema de la caridad, acudimos a la de vida fraternal de las primeras comunidades cristianas que encontramos en los sumarios del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,42-47; 4,32-35), y ponemos la vida de aquellos cristianos como punto de referencia para lo que tiene que ser la práctica del amor entre los cristianos de hoy día. La verdad es que estos textos se escribieron, para que sirvieran de paradigma a los creyentes, pero desgajados de la situación real de aquella comunidad, y del análisis histórico de su forma concreta de realización, más que puntos de referencia, pueden convertirse en signo de frustración para los cristianos de hoy día, que no somos capaces de vivir ese sueño idealizado del amor, como pensamos que fueron capaces aquellos creyentes.

De todas formas esos textos ni son el único ejemplo que tenemos en el NT de vivencia de la caridad, ni la comunidad de Jerusalén es la única comunidad que nos pueda servir de modelo. Siempre existe el riesgo de idealizar demasiado el estilo de vida de las primeras comunidades, como si el fervor de los comienzos garantizase un funcionamiento perfecto, sin el menor traspiés, sin el más imperceptible sobresalto, sin el más modesto roce en la “máquina” que Cristo puso en movimiento. Es más, debería preocuparnos si todo hubiese sido un camino de rosas, si todo hubiese transcurrido con normalidad, si no detectáramos la más mínima fisura, dificultad o incidente, porque entonces no tendríamos modelos válidos en la Palabra de Dios, para nuestras humildes comunidades que caminan, puede que con ilusión, pero con muchos tropiezos en el seguimiento de Jesucristo, único modelo perfecto de amor.

Por eso pretendo en esta reflexión ayudar a acercarnos a un mundo, que a primera vista nos parece muy conocido, como es el mundo del NT, pero que no siempre su simple lectura o escucha, puede dar por supuesta la vida de unos creyentes que queda en la profundidad de esos escritos. Desde una visión histórica puede detectarse cómo, al hilo de la pluma de los redactores, iba aflorando todo un cúmulo de vivencias, de esperanzas, de dudas, de luchas, de inquietudes, de desilusiones, de problemas muy reales y concretos que vivían y padecían los cristianos de aquellas comunidades de las que surgieron estos escritos. Situaciones que pueden ser para nosotros modelo o paradigma, si somos capaces de detectar, tras la letra, el espíritu que movió a aquellos redactores para dar respuesta a las situaciones vivenciales de sus comunidades, porque estos textos se escribieron para la vida, la de entonces y la de hoy.

Refiriéndome en concreto al tema de la caridad o el amor en el seno de aquellas comunidades, no fue una experiencia vivida fácilmente, sino una muy dura realidad tanto por las vicisitudes internas de las mismas comunidades, como por el espinoso esfuerzo de querer amar a aquellos que desde fuera creaban grandes conflictos, cuando no también persecuciones.

Para comprender y entender toda la trayectoria caritativa en aquellos primeros grupos de discípulos del siglo I de nuestra era cristiana, tenemos que remontarnos, aunque sea brevemente a la herencia recibida, en cuanto a las enseñanzas sobre el amor de los antepasados en la fe. Así nos encontramos con que el amor a Dios y a los hombres se había revelado ya en el AT, también desde la vida, a través de una sucesión de hechos: iniciativa divina y repulsa del hombre; sufrimiento por amores desairados y esfuerzos de superación dolorosa por estar al nivel del amor de Dios y de su gracia.

Con la encarnación del Hijo el amor divino se expresa en un hecho único, cuya naturaleza misma transforma los datos de la situación: Jesús viene a vivir como Dios y como hombre el drama del amor de Dios para con los hombres y la respuesta de estos al amor. Ahora ese drama se desarrolla a través de su persona: en su misma persona el hombre puede amar a Dios y sentirse amado y perdonado por él.

También en el AT el mandamiento de amar a Dios se completa con ese otro mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Esta palabra prójimo que traduce con bastante exactitud el término griego “plesíon”, corresponde, sin embargo, imperfectamente al término hebreo “rea´”, que se traduce con frecuencia como hermano, aunque no siempre. Etimológicamente expresa la idea de asociarse a alguien, de entrar en su compañía. El prójimo es alguien que no pertenece a la casa paterna, sino aquel con quien pueden crearse vínculos, ya sea de forma pasajera, ya duradera, en virtud de la amistad. Que a esa relación se le llame amor, no se dice muy explícitamente y con frecuencia en el AT, pero cuando se habla del amor hacia el extranjero, el mandamiento se funda en el deber de obrar como actúa Yahvé: “Yahvé ama al extranjero, lo alimenta y lo viste; amad también vosotros a los extranjeros, porque extranjeros fuisteis en Egipto” (Dt 10,18). Toda la tradición profética y sapiencial va en este mismo sentido: no se puede agradar a Dios sin respetar a los hombres, sobre todo a los más débiles. Sólo después de la experiencia del destierro se manifiesta cierta tendencia a interpretar como prójimo sólo al israelita y al prosélito circunciso.

En la última época veterotestamentaria el judaísmo profundiza en la naturaleza del amor fraterno, y en el amor al prójimo se incluye el amor al adversario judío o al enemigo gentil: “Ama a las criaturas y condúcelas a la ley”, decía el gran rabino Hilel y, en otra ocasión, añade: “Lo mismo que el Santo, bendito sea, viste a los que están desnudos, consuela a los afligidos, entierra a los muertos..., así tú también viste a los que están desnudos, visita a los enfermos...”. También en los escritos de la comunidad Yihad de Qumrân encontramos textos en ese sentido:

“Pues todos estarán en una comunidad de verdad, de humildad buena, de amor misericordioso, de pensamiento justo” (1QS II,24); “La justicia y el derecho, el amor misericordioso, la conducta modesta en todos sus caminos” (1QS V,4) “Justicia y amor misericordioso con los oprimidos”(1QS X,26).

A pesar de esas enseñanzas es bastante probable que los judíos tuviesen mucha dificultad en incluir a los paganos en la categoría de prójimo, y, por tanto, no serían objeto obligatorio de su caridad, lo que se ve reforzado por el hecho de que no sólo eran tratados hostilmente por los gentiles (hostilidad de la que tenían una larga historia que mantenían fresca en su memoria -ayer y hoy-, como se manifiesta en el libro de Daniel), sino que ellos mismos, los judíos palestinos, trataban del mismo modo a los gentiles, cuya compañía rechazaban; y, en la diáspora, se mantenían como comunidades semi-autónomas dentro de la ciudad, como lo atestiguan los escritos de la época. Tal vez esa sea la razón de que los evangelios insistan tanto en el perdón, en no mirar las faltas de los otros y en no juzgar ni condenar al prójimo.

Podríamos decir que por un lado iba el pensamiento teológico, que fue un buen caldo de cultivo para que pudiesen enraizar ahí las enseñanzas de Jesucristo, pero por otro iba la vida ordinaria de la gente, que nunca llegó a aceptar que ese mandamiento de amor al prójimo le obligase a amar a los enemigos acérrimos de Israel y a los increyentes.

Las enseñanzas de Jesús empalman directamente con la teología profética y sapiencial que unía el amor a Dios y al prójimo. Él fusionó en uno sólo ambos mandamientos, no sólo desde su palabra: “Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas” (Mt 22,40), y desde su vida, entendiendo por prójimo a los proscritos de la Ley: publicanos, pecadores y gentiles, sino además desde el mismo misterio de su persona: siendo Dios y hombre no sólo en él están fundidas divinidad y humanidad, sino también el doble amor: desde ahora los creyentes amaran a Dios y al hombre en Jesús y ese amor se hará ya indisoluble. Ya será imposible amar a Dios dejando a un lado a los semejantes. El amor unidireccional en sentido vertical hacia la divinidad, será un amor falseado, porque la divinidad se ha encarnado en la humanidad y es en ella donde Dios quiere ser amado. Amando al prójimo el creyente cristiano ama a Dios y sin esa mediación el amor es mentiroso (1Jn 4,20).

Jesús bebió de las fuentes teológicas y de la tradición de su pueblo y recogió de ellas lo mejor que tenían, como los dichos judeo-tradicionales sobre el amor a los enemigos: “Yo os digo, amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os ponen trampas” (Mt 5,44); sobre la no violencia; “al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra y al que te quite el manto no le niegues la túnica; al que te pide, dale y al que te quite algo, no se lo reclames” (Lc 6,29); y la regla de oro: “Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos” (Lc 6,31), donde Jesús expresa en positivo una vieja sentencia de su pueblo que siempre se había mencionado en negativo: “No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan”, como aparece en el libro de Tobías (4,15), en las máximas de Hilel y en los escritos de Filón.

En la mente de muchos cristianos de las comunidades de las que surgieron los escritos neotestamentarios posiblemente quedaron grabados muchos de estos logia del Maestro y otras frases que, aunque no recogían la ipsissima vox (la voz auténtica), sí que estaba en ellas la ipsissima intentio (la auténtica intención) de Jesús, como hicieron las comunidades joánicas con el último mandamiento del Señor: “Esto os mando, que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Jn 13,34). Dichos de Jesús como el que el autor de los Hechos pone en labios de Pablo cuando en Mileto se despide de los presbíteros de Éfeso. “recordando el dicho del Señor Jesús: más vale dar que recibir” (Hch 20,35), expresado de manera parecida en un agrapha canónico extraevangélico: “recordar las palabras del Señor: mayor felicidad hay en dar que en recibir”; o aquel otro que S. Jerónimo, en su exégesis de la carta a los Efesios, dice haber encontrado en el Evangelio de los Hebreos: “y sólo entonces debéis estar contentos :cuando miréis a vuestros hermanos con caridad”.

Fueron aquellas comunidades las que conservaron como un rico tesoro innumerables dichos de Jesús y los interpretaron y los hicieron vida según la realidad que a cada comunidad le tocó vivir en aquellas experiencias originarias del cristianismo. Pero en lo que sí se dio unanimidad de interpretación, fue en en la fusión en uno solo del doble mandamiento del amor, vivido radicalmente por aquel Maestro que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38), y que sería en adelante el distintivo por el que los de fuera podrían conocer a los discípulos: “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,34).

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